viernes, 31 de agosto de 2007

Cuento


Alguien me ha escrito un cuento:

LOS DÍAS DEL VALOR

Nació en una camada de seis. Media docena de preciosos cachorros de raza indefinida, de apetito voraz y de salud de hierro. La primera noche que pasaban acurrucados a su madre conocieron lo que significaba la palabra miedo. No tenían más de cinco horas de vida, su madre, una perra color chocolate tan inmensa como inmenso era su corazón, los admiraba mientras dormían, oliendo sus pequeñas patitas, grabando en su memoria todos los rasgos de cada una de sus crías. Pero las calles de la ciudad ya no eran seguras, ni siquiera para una familia de perros callejeros. El hambre azotaba tanto a hombres como a ratas y el olor de cachorros sanos llegó hasta Zarco, un sanguinario chucho temido por toda la ciudad, un animal en el sentido despectivo que le dan a la palabra las humanos, un devorador sin compasión, un superviviente…
Y los cachorros conocieron lo que era el miedo en el momento en que su madre gruñó tal que fiera salvaje. Los pequeños se escondieron, cerraron los ojos y esperaron a que se hiciera el silencio. Todos menos uno. El pequeño de manchas grises corrió junto a sus hermanos pero no cerró los ojos, fijó la mirada en la lucha encarnizada entre su recién conocida madre y aquel extraño que enseñaba sus afilados colmillos bañados en sangre. En su propia sangre…
Zarco no contaba con la fuerza que da proteger a los tuyos y se vio sometido a la rabia en los ojos de su contrincante. Como buen guerrero el perro ofreció su cuello para recibir el último golpe, sentir como se clavan en su carne las cuchillas afiladas de su agredida, la muerte de los valientes. No sintió dolor, ni su sangre caliente recorriéndole el pelaje, sintió algo tibio en su hocico y alzó la vista. No era sangre, ni babas, que serían el anuncio a su muerte, eran lágrimas. La perra lo siguió mirando atrapado entre sus patas, con toda la fuerza del mundo para acabar lo que otro empezó, pero las lágrimas seguían brotando sin tener una sola herida en el cuerpo. Zarco tembló como un conejo ante sus fauces y sintió que la presión de ella disminuía. Se levantó y sin dejar de mirar hacia atrás, se alejó de su presente, de su pasado. Zarco esa noche aprendió lo que era la compasión.
Los cachorros sintieron el cuerpo de su madre junto a ellos, la felicidad del calor conocido y la inconsciencia de todo lo que había pasado los sumió en un sueño tranquilo. Todos menos uno durmieron. El pequeño lamió los restos de lágrimas en la cara de su madre, lágrimas que se unían a las propias. Lágrimas de orgullo, lágrimas por sus hermanos y lágrimas por haber visto esas manchas grises que él también llevaba tatuadas en su cuerpo.

Y me encanta.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

No me gusta la compasión como aprendizaje de moraleja... pero el cuento es bonito... me has echado de menos, perrilla?

isabel dijo...

qien te lo ha escrito?

me lo cuentas en friendotasmeeting
jejejejejej
mua!